El ingeniero de los sueños

Para mí, Niní; para otros, Nanao; para muchos, simplemente Callegari

A sus 51 años su mirada curiosa y escudriñadora es la misma que la que tenía a los 4; como si ante sus ojos pasaran imágenes que lo trasportaran a un mundo irreal. Mientras conversa animadamente, toma café, fuma y acaricia su bigote que ya asoma canas, concreta las ideas que llegan a su mente en el primer papel que encuentra. Camina encorvado como lo ha hecho desde que era el niño más alto del curso, aunque ya no corre para esconderse de los curas o las monjas; hoy su paso es lento, quizá para detener el tiempo y frenar la velocidad de sus pensamientos; de la vida que se le escapa.

Por: Nidia Callegari Melo

Especial para www.carrosyclasicos.com

Fotografías: Roberto Nigrinis y Familia Callegari

No es sólo un “apasionado por los fierros”, como a él le gusta definirse. Leonardo Callegari Melo es un visionario que se caracteriza por una gran creatividad y una fe inquebrantable en aquello que, para otros, son utopías. No parece una jugarreta del destino que su nombre sea el mismo del Da Vinci, otro genio incomprendido con una mente adelantada para su tiempo y una enigmática visión de futuro. “A veces lo veo como alguien distante pero ya entendí que no se trata de distancia; él parece andar en un plano alterno, un plano para los genios. Un genio que tuvo una estadía fugaz en este plano real”, dice Silvana, su hija mayor.

La educación tradicional no es lo suyo; aprende experimentando. Desde los cuatro años cuando “Cuanito”, lo llevaba al colegio “él se devolvía por otro lado y llegaba a la casa antes que su abuelo a desbaratar el radio para descubrir de dónde venían las voces”, relata Luz, su mamá. Era normal escuchar: traigan café…se descalabró Leonardo, se partió el pie, se tronchó la mano, se cortó; se tomó todos los cunchos de las botellas y se emborrachó, pero no con cualquier vino sino de consagrar que a su papá le traían en barriles de fina madera: “es que los necesito para hacer unos parlantes”, fue su respuesta después de su primera y única borrachera. A los siete años, las monjas ponen el grito en el cielo al escuchar un fuerte golpe en el garaje donde encuentran a Leonardo, quien buscando la razón por la cual el bus se movía, le quita el freno y lo estrella contra la pared.

La decisión está tomada: ¡El niño necesita disciplina! Elio, su papá, llega enfurecido por el resultado del examen de admisión en el colegio ´para hombres´: “Nanao, ¿cómo se le ocurre decir que el huevo es un vegetal? ¡Al patio! Sólo puede entrar a la casa hasta que encuentre el huevo entre las matas”. A pesar de haber perdido el examen de admisión, los salesianos lo reciben para expulsarlo después de dos años por convertir el laboratorio de química en un polvorín lo cual, lejos de ser un drama, es una felicidad puesto que “el rector, el cura Mario, me había echado el ojo….es maricón”. Y así sigue por varios colegios hasta lograr su grado de bachillerato intercambiando buenas notas por arreglos que le hacía a los carros de los profesores.

No por estar sin dinero sino por la pilatuna, en el viaje que hace a la Costa Atlántica con sus compañeros de colegio para celebrar el final del suplicio del colegio, ata varias sábanas y toallas por las que, él primero y luego sus cómplices, desciende desde un quinto piso por el exterior del hotel a correr por las calles de Santa Marta para que nadie lo pille; locuras juveniles que se mezclan con válvulas, bujías y cigüeñales.

El gusto por la mecánica y la minuciosidad de reconocer una buena pieza se la contagió Elio, su padre. También hereda de él la pasión por la aviación ya que desde pequeño lo llevaba al aeropuerto a acostarse boca arriba para ver, en primera fila, despegar y aterrizar los aviones. “Quería estudiar aviación pero era muy costoso y yo no deseaba hacer otra cosa; entonces mi papá me llevó a trabajar con él y en los fines de semana nos encerrábamos en el taller a fabricar una máquina para termoformar plástico”. Consigue el primer contrato y así comienza Callegari Plásticos, como un pasatiempo de adolescente en el que le colaboran sus amigos “los vagos del barrio que no quisieron seguir estudiando”.

En los ratos libres y a sus veinte años sale a flote lo que será una de las razones de su vida: construir autos. “Era un Buggy con estructura tubular y motor de Chevrolet Corvair” que, entre otras cosas, lo convierte en el chico popular del barrio y en el conquistador que siempre ha sido. Ser coqueto, jodido, buen conversador e inteligente son sus armas para enamorar. Desde su juventud tiene clara su mujer ideal: delgada, ojos claros y rubia; su esposa responde a ese perfil. Amigo de los noviazgos largos pero también de romances furtivos y secretos: “Soy italiano de la cintura para abajo” es lo único que confiesa mientras suelta una carcajada. Con Vicky tiene tres niñas: Silvana, Daniela y Angelina “la excusa perfecta para ir más de una vez a los parques de Disney” e intentar desentrañar las partes mecánicas de las atracciones y los pormenores de las réplicas que allí se ven.

Y es que Walt Disney lo marca definitivamente. Tenía ocho años cuando su vida da un giro. Sus ojos vivaces se tragan la pantalla al ver cómo Caractacus Potts, el personaje protagonista de la película Chitty Chitty Bang Bang, convierte un viejo coche de carreras en un vehículo que podía volar y flotar. Leonardo ya sabe qué quiere hacer en la vida: ¡Carros!

Tiene 26 años y debe convertirse en el hombre de la casa; ese medio día de noviembre del 86 muere su padre y con él su jovialidad y la forma relajada con la que se tomaba la vida. La fábrica de plásticos deja de ser el sitio divertido en el que gana dinero para comprarse el carro, salir a pasear con su novia o viajar a Italia o a Estados Unidos. Leonardo se endurece, ya no es más el aventurero; es el empresario que exige, trabaja, fabrica termoformadoras y troqueladoras para triplicar la producción, logra certificaciones internacionales de alta calidad y adquiere renombre en la elaboración de empaques para cosméticos y productos farmacéuticos.

Ríe menos, ya no es tan bromista, se aleja de los amigos, no tolera la imperfección. Ahora grita con frecuencia y no lo hace con la garganta sino con las entrañas. Un grito suyo, y más aún si va acompañado del puñetazo sobre la mesa o la pared, intimida, paraliza, enmudece a todos ante el temor de que salga la fiera que lleva dentro. Su ira es tan profunda que a veces termina en llanto como sacando por los ojos el veneno que le corre por las venas. Pero ese hombre recio, esconde un niño que huye asustado cuando sabe que “la cagó”, cuando debe hacerse exámenes de sangre porque le tiene terror a las agujas o cuando tiene que ir al odontólogo, tortura que posterga haciéndose él mismo las reparaciones dentales con Pegadit.

Llega el momento de su Big Bang, su gran explosión

¡Un rin! Sí, un rin de un Oldsmobile Curved Dash de 1901 hace que emerja el mago que lleva dentro. “Uno fabrica un carro a partir de cualquier pieza”. Estudia libros, planos, recorre ferias, anticuarios y chatarrerías hasta encontrar piezas originales como la bocina, las lámparas, la palanca que hace de timón; las que no encuentra las construye en guayacán, cedro, plástico o bronce: “cada pieza es un nuevo reto”. Leonardo parece poseído por el espíritu de Ransom Olds; son más de 1500 horas, fundiendo y ensamblando hasta que finalmente saca a las calles bogotanas su propio automóvil antiguo “lo hice porque fue el primer auto que se produjo en serie en los Estados Unidos. Sólo se fabricaron 450 unidades y costaba 750 dólares. Comprar uno era un lujo”.

Leonardo es poco rumbero a pesar de tener el movimiento de caderas de quien lleva sangre latina; nada de licor, consumado fumador y bebedor de café que mezcla con analgésicos para el dolor de cabeza o con Omeprazol. Le gusta la buena comida y recuerda con nostalgia la sopa de arroz que hacía la abuela, las ‘pepas’ - una extraña comida que le hacía “Doña Luz”-, como llama a su mamá, que “nunca he sabido de qué parte de la vaca proviene”; los fríjoles y, como debe ser, la buena pasta. “Me gusta la cocina y experimentar, pero no he logrado la crostata italiana; ya mi familia está aburrida de probarla…es una tarea pendiente”.

El 2004 es el año del Buick Toy Tonneau, blanco del techo a las llantas; sólo se fabricaron diez unidades en 1910. La tarea comienza por ubicar al único propietario de un carro original quien le suministra algunas fotos, buscar las piezas originales y luego construir con cedro, guayacán y una extraña madera llamada raíz de nuez que Callegari tomó de unos vetustos cajones de la cocina donde nació su padre. “Según mi esposa o, mejor dicho, mi auditora, han sido más de 2000 horas de trabajo, durante 18 meses”. Un periodista escribe: “En Internet se difunde esta locura que tiene impresionada a la comunidad internacional de la Buick. La réplica de Callegari es la única certificada en el mundo por dicha compañía automotriz”

La hora de cumplir con su deseo de estudiar aviación por fin llega; no obstante, en el momento de enfrentar las alturas para ganarse el título de piloto, desiste: “no me arriesgué; pensé en mi familia”; sin embargo, cuando fue tras una pieza del Buick, no pensó en el riesgo de conducir durante un tornado en Estados Unidos.

Es amante de los animales, especialmente de los perros grandes como Teddy y Niky, pastores alemanes; Simón, un San Bernardo; y, Federico, un Schnauzer gris que, como debe ser, luce la camiseta de Italia para ser un espectador más de la final de la Copa Mundo del 2006, en la que Italia se enfrenta a Francia. Callegari viste su casa de banderas, canta el himno del país de sus ancestros, se pone encima de sus característicos jeans unos pantaloncillos con la bandera italiana y pinta su cara de verde, blanco y rojo. A los seis minutos Zidane vence la valla italiana pero 13 minutos después Gooool de Materazzi. El partido se alarga y Zidane se desquita de Materazzi. “Huevón”, insulto frecuentemente usado por Leonardo, “sáquenlo, expúlsenlo”. El partido se alarga y sigue el empate. ¡A penaltis! De pie agita la bandera con los ojos y el alma puestos en Grosso. Goooooool. Italia, campeona del mundo. Gritos, llanto, emoción, abrazos y champaña. “Un momento inolvidable”.

Poco le importa dónde vive “eso es asunto de mi esposa”, pero el taller es su Sanctasanctórum o su moderno laboratorio del alquimista donde emerge el mago que conjuga la imaginación con la destreza de sus manos las cuales son a veces fuertes y vigorosas para operar el torno; y, otras, delicadas para usar la lija que le dará el acabado perfecto a la pieza que fabrica.

Rodeado de las mejores herramientas, tornos y taladros, de planos detallados de los carros, y de las piezas torneadas por él, en madera o metal; bebe café y fuma rascando su barbilla hasta que le llega la iluminación. Ese es su reino… es allí donde alcanza la Areté.

Su pasión por los ‘”viejitos” no toma siestas. Viaja a la feria automotriz de Hershey donde se encapricha por lo que queda de un Ford T 1921 y lo trae a su taller para restaurarlo. Cuando lo termina, Callegari se sienta orgulloso ante el timón; quizá experimenta la misma sensación de Henry Ford “este carro es un ícono, fue el que masificó el uso del auto porque costaba 290 dólares, cuando por ese tiempo el más barato era de 850 dólares”.

“Una vez, en el Día de la Madre, se apareció diciéndome que me asomara para ver mi regalo- cuenta su esposa-; yo no le quitaba la mirada a la grúa que traía un Ford A de 1930 desbaratado”. Callegari ríe al recordar ese momento en el que el obsequio era realmente para él. “Más que por negocio, restauro autos antiguos porque me gusta y construyo carros porque lo gozo”. Lo restaura sin prisa, sin que el tiempo le acose, sin que el timbre que le instalaron en el taller para avisarle que está servida la comida, le inmute. Cuando se encierra en su taller se sumerge en un universo casi autista; sólo él y el mundo que está creando.

En un diario de circulación internacional se lee: “Nadie a ciencia cierta sabía en qué instante Leonardo Callegari —bromista, terco, de largas conversaciones— aprendió a hacer las cosas. Si bien es un hombre muy inteligente no ha invertido tiempo en estudios tradicionales y siempre deja atónita a la familia cuando saca un carro de la nada, cuando viaja a Italia y con sólo leer un librito durante el vuelo llega a Milán hablando la lengua de su padre o como le sucedió con el inglés que, con unos pocos cursos, dominó hasta tal punto que logró dictar una conferencia de alto nivel técnico a ingenieros norteamericanos”.

Nace el Parque 1900

Se pasea por la fábrica de plásticos que le ha dado los recursos para sacar adelante sus “fierros”. Se le ve inquieto, fuera de lugar, lo que pasa en su empresa ya no le ocupa su mente, este ya no es su sitio. Su obstinación o su locura es la de construir un parque donde la gente pueda regresar al pasado y vivir un día en el año 1900. Trabaja en las réplicas de un taller de mecánica automotriz de 1903, una estación de gasolina de 1910 y una herrería de finales del siglo XIX: “Quiero que la gente conozca una pequeña parte de la extensa historia del automóvil y que vuele al pasado; que lleve su mente a los primeros treinta años del siglo XX y vea cómo se fabricaban o arreglaban las piezas, la forma en que se proveía el combustible o el aceite y cómo se arreglaban las llantas”

-¿Cómo vamos?- “Hola Nanao”, responde Gino - hermano, confesor, cómplice y, en ocasiones, padre regañón. Nadie sabe qué sucede en esa especie de confesionario. A veces se escuchan carcajadas, quizá se confiesan aventurillas intrascendentes o se burlan despiadadamente de alguien; otras, un silencio sepulcral acaso porque están “echando números”; en más de una ocasión hay llantos que deben proceder de las tristezas o angustias que cada uno lleva; e, infortunadamente no faltan los gritos en los que desahogan sus sentimientos o tal vez sus críticas de uno hacia el otro. Pero independientemente de lo que haya pasado, el encuentro siempre termina en secretos pactos y en gestos de cariño y complicidad.

Callegari decide que ya es hora de llevar a la gente al año 1900. Villa de Leyva, uno de los municipios más turísticos de Colombia, es la elegida. Es un arduo trabajo que requiere tiempo completo. Deja la comodidad de su hogar y se va a vivir a “Cavallerina”, como le dice a la casa carro que él mismo ha hecho. Ya no come pasta al burro o un buen filete de carne sino arroz con cualquier cosa, un infaltable eclair de chocolate que hace un francés y jarras de café. Con dos campesinas acostumbradas al trabajo duro y un empleado que ha estado con él desde que montó Callegari Plásticos, traza con una podadora los caminos del parque de más de una fanegada, remueve tierra, ensambla escenarios, monta pieza por pieza la herrería, la estación y el taller e instala la rueda Pelton.

Pasan dos años y llega el momento de trasladar desde Bogotá las estrellas del parque: los ocho clásicos que Leonardo ha hecho o restaurado. Y meses después es    la hora de llenar de helio el inmenso globo blanco y rojo que identifica el Parque 1900. “Este es un sueño convertido en realidad. El globo de rayas rojas y blancas significa que uno puede echar a volar la imaginación y conseguir lo que se propone”.

2 de julio de 2011 

“Leonardo, cámbiate que ya van a ser las doce”, le dice Vicky. Los empleados visten trajes de 1900; suena la música ambiental, se oyen las voces grabadas del Círculo de los Pioneros, todas las farolas se iluminan, el sol acompaña todos los escenarios. Faltan diez minutos y la magia y la fantasía se apoderan del parque. Como un Merlín moderno, “el ingeniero de sueños”, como lo define Angelina, su hija menor, llega a la puerta sonriente con ese caminar lento que ahora le caracteriza; viste una camiseta verde con el logo del parque, sus característicos jeans y una cachucha de época que lo identifica como el conductor del Ford A de 1930, en el que los visitantes harán un recorrido por el parque.

Son las doce y Leonardo Callegari Melo a sus 51 años abre las puertas de su sueño: “El Parque 1900”. Mira a “sus gordas” y les dice: “Ya hice lo que tenía que hacer, ahora el parque es de ustedes” y se pierde feliz –quizá como nunca lo había sido- entre los visitantes que preguntan, que quieren montar en el carro, que le piden fotos, que observan atónitos los autos y los diversos escenarios. Todos están volando al pasado. “Es como si hubiera encontrado su hogar, como si hubiera llegado al lugar que buscó toda su vida. ¿Acaso ese no es nuestro destino?, comenta su hija Daniela, cumplir los sueños y ser reconocidos; que nuestros talentos y virtudes sean revelados ante el mundo. La mayoría de nosotros moriremos sin tener contacto con esa magia, excepto él”.

Leonardo se goza su éxito, sonríe, brilla con luz propia…

 

Callegari Melo, Nidia. (2020). Géneros Periodísticos de Hoy. Págs. 347 353. ECOE, Ediciones Usta.

 

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